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¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?

La Resurrección de Jesucristo es el misterio más importante de nuestra fe cristiana. Por esta razón la celebración del domingo de pascua es la más grande del Año Litúrgico, pues como dice San Pablo: “si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe y escasa sería nuestra esperanza”.

En la fiesta de la Pascua los cristianos celebramos la vida. Recordamos cómo el Pueblo de Israel pasó de la esclavitud a la libertad, saliendo de Egipto hasta llegar a la Tierra Prometida y celebramos el paso de Jesús de la muerte a la resurrección. Jesucristo, de esta manera, nos muestra el camino para alcanzar una vida plena y fecunda.

La semana santa y la Pascua en particular, están ligadas – a través de la última cena y la crucifixión de Jesús – a la Pésaj (Pascua Judía) y al Éxodo del pueblo hebreo narrado en el Antiguo Testamento. De acuerdo con las escrituras, Jesús, mientras preparaba a sus discípulos y a él mismo para su muerte, dio a la cena de Pascua un nuevo significado. Identificó el pan como su cuerpo antes de ser sacrificado, y la copa de vino como su sangre derramada. Con estos símbolos, hoy se lo recuerda con la Semana Santa y en la Última Cena.

Entre los hechos que se incluyen en la narración de este episodio están el lavatorio de pies, Cristo lavó los pies de los apóstoles en un gesto de humildad y amor, y dos profecías de Cristo: la traición de Judas y la negación de Pedro. Además, se enuncia el denominado mandamiento del amor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.

El anuncio de Pascua recoge en pocas palabras un acontecimiento que da esperanza y no defrauda: “Jesús, el crucificado, ha resucitado”. Nos habla de un hombre, un hombre de carne y hueso, con un rostro y un nombre: Jesús. El Evangelio atestigua que este Jesús, crucificado bajo el poder de Poncio Pilato, al tercer día resucitó. Así mismo, los testigos señalan un detalle importante: el hijo de Dios resucitado lleva las llagas impresas en sus manos, en sus pies y en su costado. Estas heridas son el sello perpetuo de su amor por nosotros. Todo el que sufre una dura prueba, en el cuerpo y en el espíritu, puede encontrar refugio en estas llagas y recibir a través de ellas la gracia de la esperanza que no defrauda.

En medio de las numerosas dificultades que atravesamos, no olvidemos nunca que somos curados por las llagas de Cristo. A la luz del Señor resucitado, nuestros sufrimientos se transfiguran. Donde había muerte ahora hay vida; donde había luto ahora hay consuelo. Al abrazar la Cruz, Jesús ha dado sentido a nuestros sufrimientos.

En definitiva, la resurrección de Cristo nos da la seguridad de fundamentar nuestra fe: ¡ha resucitado! No es la fe la que origina la resurrección, fue la resurrección la que motivó y fortificó la fe de los primeros cristianos y por supuesto la de los apóstoles. Esto es hoy la realidad central de nuestra fe: ¡Si no ha resucitado vana es vuestra fe!, nos dice San Pablo, y San Agustín afirma: “la fe del cristiano es la resurrección de Cristo”.

Este año, una vez más, se nos ofrece la oportunidad de elevarnos por encima de nuestras pequeñeces para elegir una vida más plena y fecunda en Jesucristo.

En esta celebración pascual podemos preguntarnos qué camino vamos a elegir, qué actitud vamos a tomar.

Que sea esta una Pascua de meditación, de reflexión y de agradecimiento.

En este día de gozo le pedimos a la Virgen de Luján, que nos ayude a cada uno de nosotros a ser cada día más fieles a Dios y que podamos participar un día de la Resurrección.