Estimados hermanos, el 1 de noviembre nos congregamos para celebrar el Día de Todos los Santos, una fecha de profunda relevancia en la tradición católica que rinde homenaje a aquellos que han sido canonizados y, en un sentido más amplio, a todos los fieles difuntos que han dejado este mundo para encontrarse en la presencia de Dios.
Rememoramos a los Santos y Santas, cuyas vidas han iluminado el sendero de millones de creyentes a lo largo de la historia. Cada uno de ellos tiene una historia única, un relato de entrega a Dios y al prójimo que nos inspira y nos une.
Sus vidas, con frecuencia marcadas por desafíos y sacrificios, testimonian la gracia divina y la posibilidad de alcanzar la santidad en medio de las luchas terrenales.
Creemos que todos los fieles, tanto aquellos que aún transitan por la tierra como aquellos que han emprendido su viaje a la eternidad, se encuentran unidos por un lazo espiritual.
Los santos, en su proximidad a Dios, pueden interceder por nosotros, ofrecer orientación y respaldo en nuestra vida. Son un recordatorio de que, a pesar de los desafíos y dificultades que encontremos, contamos con el apoyo de una gran multitud de testigos y modelos a seguir que han recorrido este camino antes que nosotros.
La Iglesia Católica ha canonizado a numerosos santos a lo largo de los siglos, y cada uno de ellos tiene su propia festividad en el calendario litúrgico. Sin embargo, el Día de Todos los Santos nos proporciona la oportunidad de honrar a todos ellos en conjunto, reconociendo que comparten la misma meta: la unión eterna con Dios en el cielo.
En este día, permitamos que su ejemplo ilumine nuestra propia búsqueda de comunión con Dios. Que su legado perdure como una fuente inagotable de esperanza y fe, fortaleciendo nuestra conexión con la comunidad y recordándonos que nunca estamos solos en nuestra travesía espiritual.